¿Qué es mejor, leer un libro al año o leer un libro al mes?
Hace unos años, participé en una actividad en una de esas universidades carísimas de República Dominicana, donde el acceso no depende solo de tus méritos, sino también del apellido y la cuenta bancaria de tus padres.
Al terminar, dos seguidores de mi proyecto “Un libro al año”, se acercaron a conversar.
Compartimos un par de anécdotas sobre lectura y libros, hasta que uno de ellos me presentó a una compañera de clase.
Para mi sorpresa, no era para debatir ni para tomarnos una foto, sino para contarme que ella había leído 64 libros en apenas 11 meses.
Lo primero que sentí fue dudas, pero después de hablar con ella un poco más, entendí que la joven no tenía ninguna necesidad de mentir.
Me recordó a una chica de origen puertorriqueño que conocí en Massachusetts, que según me dijo, había leído un libro de Harry Potter de más de 700 páginas en una sola noche.
Ciertamente todo esto pudiera parecer algún engaño, sin embargo, en ambos casos me di cuenta de un patrón similar, y es que ninguna de las dos tenía la preocupación de qué iba a comer ese día, ninguna de las dos tenía la preocupación de saber si en su casa había energía eléctrica, cena, ropa limpia, Internet; ambas eran jovencitas cuya única tarea en la vida era estudiar.
Y este tipo de casos no es único. A lo largo de mis conferencias y charlas me he encontrado con otros jóvenes extraordinarios que afirman (y con testigos) leer fácilmente 200 páginas en pocas horas. Ciertamente su comprensión de seguro no será la misma leyendo un libro de filosofía o temas más profundos, pero en el mundo de las novelas y la fantasía resulta común este tipo de lectores voraces y apasionados.
Así como ellos, hay miles de jóvenes en ese mismo contexto de facilidades para la lectura, pero también hay millones que viven todo lo contrario. Y esto no tiene que ver con talento, inteligencia o disciplina. Tiene que ver con el entorno.
Esto me hace pensar en un concepto que, en las a menudo aburridas clases de ciencias sociales de la universidad, nos topamos de forma muy breve. No es muy famoso por su nombre, sin embargo, la gente lo discute de diversas maneras, la mayoría de las veces con resentimiento, sin saber que es la clave para entender por qué algunos leen un libro cada semana y otros, simplemente, nunca han terminado uno en toda su vida.
La gente suele referirse a él hablando sobre la alta sociedad cuando usa términos como «la palanca familiar» o del «hijo de papi y mami», de que a unos «todo se les da fácil», y demás… Por el otro extremo, vemos también se refieren al mismo concepto aludiendo a la gente pobre y desfavorecida cuando hablan de la «viveza», el «tigueraje» y la «habilidad» que algunos individuos tienen como única herramienta para sobrevivir. Todo esto es lo que en sociología se conoce como capital cultural.
El capital cultural es ese «equipaje invisible» que cada quien carga cuando intenta aprender algo nuevo.
Está lleno de herramientas intangibles como el tipo de lenguaje que se maneja en su entorno, los libros que vio en casa, las conversaciones que escuchó en la infancia, la música que consume, el acceso a espacios donde pensar y cuestionar las cosas era permitido y también valorado; al contrario de otros donde se les decía «cállese que los niños no hablan cuando los adultos hablan».
Algunos llegan al mundo con este valioso equipaje bien provisto, mientras que otros inician su viaje con él prácticamente vacío y sin esperanza de que su contexto los ayude a llenarlo de cosas positivas.
Imagine a dos niños. Uno crece en un hogar donde hay libros, silencio para estudiar, adultos que estimulan la curiosidad.
El otro crece en una casa donde hay que hacer filas para cargar agua, buscar la cena y evitar la bulla del barrio. No es que uno sea más capaz que el otro. Es que uno llegó al aula de la vida con las herramientas listas, y el otro ni siquiera sabía que iba a necesitar una mochila para la vida.
Muchos niños dominicanos no son criados para el conocimiento, sino para aprender y ejecutar la astucia callejera.
Como leí hace mucho en un libro de un tal Lipe Collado (profesor de Comunicación en la UASD hace cierto tiempo), un texto llamado “El Tíguere Dominicano”, que nos dice que este pintoresco personaje (el tiguere) representa la habilidad para “caer parado” y “resolver” o simplemente salir de situaciones difíciles a cómo de lugar o como decimos también, salir “debajo de un camión”.
Nuestros niños –que cariñosamente cuando son pequeños les decimos “tigueritos” (tigres pequeños)- van creciendo con una psicología propia que prioriza la viveza y el ingenio para navegar la vida diaria, y como ya mencionamos, en la mayoría de los casos en entornos de precariedad.
A estos angelitos no se les habla de ciencia, de historia, ni de arte. Se les enseña a ser los primeros en recoger dulces cuando explota la piñata, a llevarse las vejigas de los cumpleaños y a repetir letras de canciones que no se pueden mencionar frente una persona de dos generaciones anterior a la nuestra. Suena gracioso, sí, pero cuando la norma es la cultura de la inmediatez, la superficialidad y el ruido, es casi imposible que el amor por el conocimiento se convierta en parte de su contexto y de su identidad como dominicanos.
Entonces, ¿qué es mejor: leer un libro al año o leer un libro al mes?
La respuesta no está en el número. Leer, por gusto y por cuenta propia, no es solo un hábito: es una consecuencia. Es el fruto de un entorno que valoró el pensamiento, que le dio al niño espacio y estímulo para crecer.
Nuestra juventud no rechaza la lectura porque sea aburrida. La rechaza porque su contexto no le enseñó a valorarla. No respetan su cerebro porque nadie les enseñó que ahí también se siembra. Y lo más grave: ahora no solo ignoran el valor de pensar, sino que celebran no hacerlo. La ignorancia se volvió un adorno, y hacer el ridículo, en una meta. Y esto es peligroso para nuestra nación.
En una ocasión, aprendí que cuando vayamos a hacer una crítica, siempre es bueno plantear una o varias soluciones, para no caer en una crítica vulgar o en un simple desahogo lleno de rabia.
Por esta razón, he tomado la iniciativa desde el año 2016 de fomentar el crecimiento personal integral de nuestros jóvenes a través de la promoción de la lectura con mi proyecto Un libro al año.
Hemos podido llevar conferencias y talleres a diferentes centros educativos, secundarias y universidades, inspirando a miles de estudiantes a descubrir el poder transformador de los libros y sembrando en ellos la curiosidad por el conocimiento como una herramienta para construir un futuro más consciente y reflexivo.
Cambiar nuestro capital cultural nacional no es tarea fácil ni es cosa de un día, pero es posible.
Si empezamos hoy, si dejamos de aplaudir la ignorancia y comenzamos a regar nuestros cerebros con conocimiento, con libros, con ideas, veremos frutos positivos en las próximas generaciones, porque un libro puede cambiar una vida, y muchas vidas pueden cambiar una nación. Empecemos ahora.
Por Jonás Guevara, especial para Grupo Armario Libre